Desde chico recuerdo la navidad como una época de reencuentro familiar entorno a la celebración del recuerdo del nacimiento de Jesús, el hijo de Dios para los cristianos.
En esos tiempos, mi padre que veía en nuestros espíritus alimentados por una escuela de formación religiosa nuestro interés por armar el nacimiento, y otros rituales festivos de la fe, nos acompañaba entusiasta a pesar que en su interior no compartiera ese mismo pensamiento.
Recuerdo una ocación que buscando una forma distinta de armar el nacimiento, se tomó el tiempo de construir un pequeño retablo de madera, una rústica cabaña con acceso de luz y pintó la base de verde para que tuviera un toque campestre. Compramos viruta y pasto falso y fue uno de los momentos más alegres cuando se iluminó por primera vez.
Miembro de una familia numerosa con 9 hermanos de la misma madre, no tuvo mucho tiempo de disfrutar su pubertad y menos su adolescencia. A los 9 años tuvo que partir a Lima y cambiar los bosques por el cemento y la realidad de muchos otros provincianos.
Supongo que la exigencia de su temprano proceso de maduración, le quitó algunas grandes oportunidades que nos ofreció a nosotros sus hijos con su propio sacrificio. Su esfuerzo siempre estuvo enfocado que nuestra familia disfrutara de tranquilidad, alegría y oportunidad de conseguir lo que quisiéramos sin tener que sufrir lo que a él le tocó vivir.
Los abrazos de mi padre
No es extraño decir que con los duros momentos que tuvo que vivir y las pocas oportunidades que tuvo para sonreír, las posibilidades de aprender a expresar sus emociones y afectos siempre fueron limitadas, por lo tanto era más fácil decir que podíamos haberlo hecho mejor que felicitarnos por los éxitos que alcanzábamos.
De mi infancia recuerdo muchos momentos en que mi padre nos hizo reír y jugaba con nosotros de todo y a todo, siempre impulsó nuestras mentes a creer que podíamos lograr lo que nos propusiéramos aunque conforme fuimos creciendo, sus fantasmas del pasado lo limitaron a apoyar algunas de nuestras ambiciones personales o profesionales.
Recuerdo una foto que siempre está en mis amet momenta (momentos importantes) como flash para no olvidar de mi infancia cuando nos llevó a mi hermano y a mí a comer helados en la playa la herradura, asumo que la foto la tomó mi madre pues salimos los dos felices disfrutando de su compañía.
La primera vez que sentí la necesidad de abrazarlo ya de adolescente fue cuando regresé a casa después de recibir la noticia de la muerte de una amiga increíble, mi querida Vane. Me miró con la tristeza en el rostro y sin saber lo que ocurría, entendió que no tenía ganas de hablar de lo sucedido, solo se dejó abrazar y me acompañó en mi dolor.
Luego de ese incidente hubieron otros momentos un poco esporádicos como los saludos navideños o de aniversario de nacimiento pero que terminaban siendo muy cortos.
El segundo gran abrazo de mi padre fue cuando ingresé a la universidad para estudiar psicología, supongo que la emoción de saber que tenía esperanzas de ser alguien en la vida lo entusiasmaron a pesar de no estar de acuerdo con mi carrera.
El tercero fue la muerte de mi abuela, creo que en aquella ocasión ambos necesitábamos un abrazo así que fue más sentido y fraterno pues la sensación del vacío que dejaba Carmen era un impacto duro para los dos.
El cuarto fue cuando terminé mis estudios de IPAE, la satisfación en su rostro por tener un hijo con estudios superiores concluídos y a pesar suyo no siendo la carrera que inicialmente yo quería terminar, se sentía orgulloso y más aún obteniendo el reconocimiento por ser uno de los dos primeros puestos de la promoción.
El quinto y penúltimo abrazo que nos dimos con mi padre, fue probablemente uno de los más difíciles para él. Fue el día que partimos Pati y yo hacia Canadá para realizar nuestros estudios de maestría y evaluar las oportunidades de vivir en el extranjero.
En su interior aunque nunca me lo dijo, la experiencia de un emigrante que encuentra más oportunidades que limitaciones siempre influyen en la decisión de no retornar y supongo que el él sabía que probablemente no retornaríamos en mucho tiempo.
En esa ocación las lágrimas contenidas de ambos cayeron sin reparo y fue necesario para recordar el vínculo que siempre nos uniría.
El último abrazo de mi padre
Como les he contado, mi padre se forjó bajo el silencio de las expresiones y fue probablemente ésta una de las razones por las cuales dejó pasar en silencio un mal que cuando se lo detectaron resultó tardío para poder reaccionar.
Habían transcurrido casi dos años y medio desde el último abrazo y nuestra comunicación se había vuelto habitual mediante el Skype.
Desde el momento en que descubrimos que tenía el cáncer hasta la operación que duró 9 horas intentando salvarlo fue un proceso difícil y duro de aceptar.
Me encontraba en el inicio de mis exámenes finales de mi maestría cuando recibí la llamada de mi madre informándome que mi padre había sido hospitalizado. Había sufrido una parálisis hemiplegía de toda la parte izquierda de su cuerpo y no podía hablar.
La metástasis avanzaba al cerebro y pulmones y su tiempo de vida se hacía inevitablemente mucho más corto. Su muerte era cuestión de días o semanas.
Negocié con mis profesores y partí a Lima por una semana a pesar que mi padre no quería que viajara por esta razón, decía que no había necesidad.
Cuando ingresé al hospital a verlo y me di cuenta que me reconocía por momentos supe que las cosas estaban peor de lo que imaginaba.
Los días que lo acompañé en el hospital traté de darle fuerza, masajeando sus pies y untando crema humectante. Le conté muchas historias mientras sentía que estaba consiente y confirmaba cerrando los ojos que había comprendido lo que le contaba.
Viendo que sus últimos días se acercában, conversé para que lo sacaran y lo llevaran a casa para que pasara sus últimos días en el hogar que construyó y no en un hospital.
Esa última noche, sentía la desesperación de mi padre por partir, ya habíamos hecho algunas prácticas para que se levantara pues uno de los pies funcionaba y trababa de apoyarse en él para sentarse y pararse.
Casi a las 3 de la madrugada, me sorprendió casi sentado quería pararse y yo tenía que ayudarlo. Hicimos varios intentos hasta que logramos ponerlo de pie, avanzamos unos pasos estábamos emocionados, nos mirábamos y sabíamos que había esperanza de poder volver a caminar.
En un momento, en el paso inicial en que debía regresar a la cama sus fuerzas se agotaron y cedió al cansancio, entonces los dos caímos al piso. Mi primera reacción fue de susto, lo miré para ver si no se había hecho daño y de pronto vi la sonrisa cómplice de un niño, a pesar que no podía hablar estaba mirándome y se sentía contento.
Logramos pararnos despúes de mucho esfuerzo y evitando hacer ruido para evitar que la enfermera viniera y nos resondrára. Una vez de pie y al lado de la cama mi padre se apoyó en mí y con el brazo que si podía mover me cubrió y éste fue el último abrazo que recuerdo de mi padre, fue probablemente uno de los más largo y emotivos.
Esta navidad
Hoy en estas fiestas, cuando tienes a la familia alejada, siempre se apodera de tí esa nostalgia traicionera, que no te avisa que pasará a visitarte, que te conmueve y te vuelve vulnerable.
Hoy tengo ganas de abrazar a mi padre, de volver a sentir su cariño, pero ya no es posible y no es una cuestión de distancias sino de materia.
Si tienes seres queridos cerca, te invito a que los abraces fuerte, largo, con sentimiento, que disfrutes de pegar tu cuerpo junto a él o ella y no te despegues hasta que el cansancio o la calma colmen tu espíritu.
En estas fiestas les deseo los mejores abrazos del año y que los inspiren a seguir abrazándose mucho y seguir expresando amor.